
Bajo un cielo despejado y tachonado de estrellas, la luz cálida de las velas transformó el patio de San Juan de Benavente en un escenario íntimo. Cuando la Camerata Clásica de Ponferrada comenzó a tocar, el silencio se hizo total. La velada estaba dedicada a las bandas sonoras de películas, esas melodías que, incluso antes de sonar, ya despiertan recuerdos y emociones.
Sonrisas brotaron con la vitalidad de Si yo fuera rico, que llenó de frescura el patio y arrancó gestos cómplices entre el público. Poco después, la solemnidad y la fuerza de El Último de los Mohicanos hicieron vibrar el aire, con acordes que parecían atravesar el tiempo y las piedras centenarias que rodeaban la escena.
La música no solo se escuchaba: se sentía. Cada nota flotaba entre los muros de la iglesia, se deslizaba por las sombras y parecía posarse en cada persona. Era como si las melodías hubieran encontrado en aquel patio su hogar perfecto, abrazando tanto a quienes cerraban los ojos para dejarse llevar como a quienes sonreían discretamente al reconocer la magia de un tema inolvidable.

El ambiente cálido envolvía todo: la luz de velas, las estrellas brillando con fuerza sobre las cabezas, el murmullo de la ciudad apagado por la música. Entre pieza y pieza, el público guardaba un silencio reverente, roto después por aplausos largos y sentidos que agradecían no solo la calidad de la interpretación, sino también la emoción compartida.
La Camerata supo llevar de la mano al público por un recorrido sonoro lleno de matices: la alegría, la épica, la pasión. Fue un viaje musical que trascendió las películas para convertirse en pura emoción, en un lenguaje universal que todos entendían sin necesidad de palabras.
. Fue mucho más que un concierto: fue un encuentro con la belleza, con la memoria y con la emoción pura que solo el arte es capaz de despertar.






