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«¡Ay, Dios mío! se me había caido el alma antes de ver lo que vi»: la exclamación de un desolado apicultor

Miles de colmenares han sido arrasados por las llamas del incendio de la Sierra de la Culebra extendiéndose desde este privilegiado enclave de la naturaleza y llegando a sobrepasar el embalse del Agavanzal

Tomás Navales Monterrubio, con colmenares en Villar de Farfón, es uno de los ejemplos de muchos apicultores desolados al comprobar los efectos de las llamas, las colonias de millares de abejas sobre la tierra calcinada.

Las abejas han sido unas de las grandes víctimas del incendio de la Sierra de la Culebra que ha llegado a afectar a 30.000 hectáreas arrasadas por las llamas convirtiéndose en uno de los grandes incendios forestales de España y el mayor de Castilla y León.

Un silencio sobrecogedor invade hasta las entrañas en una tierra calcinada, no se mueve ni el aire, ni un ave cruza este cielo que domina un paisaje marciano, ni un pájaro, ni un insecto, todo es desolador. El gran incendio originado en la Sierra de la Culebra no sólo llegó a devastar este privilegiado enclave de la naturaleza, sino que las arrolladoras llamas cruzaron esa línea que marca territorio, esa carretera a las faldas del Muelo de Otero de Bodas osando alcanzar la cumbre donde se alzan las torres de telecomunicaciones, rodean todo el cerro y llegan a saltar la línea férra de ese proyectil que traslada viajeros, el AVE. El pánico en forma de llamas arrasadoras continua su terrorífico viaje ahuyentando a todos los animales desalojándolos a toda prisa de su hábitat natural, los que pueden hacerlo, porque hasta el subsuelo se calcina.

Lo que parecía ser un muro de contención, esa masa de agua del embalse del Agavanzal, lo que más teme el fuego, no llegó a servir de nada porque el fuerte viento se aliaba con las llamas, lanzando al aire las ascuas ardiendo para llegar a saltar esos 200 metros, en la zona más estrecha del embalse, desde el término de Otero a Villar de Farfón y Junquera de Tera. Un camino imparable, una lengua abrasadora, devastadora, terrorífica, quemando la vida de flora y fauna, ahogando los lamentos de cada ser vivo. Hasta de los pequeños insectos sociales, esos que constituyen un papel imprescindible en el equilibrio ecológico, tanto para la propia naturaleza como en la vida de los seres humanos, las abejas. Esos animalillos con un zumbido característico y sin cuya existencia peligraría la colonia humana.

Más del millar de colmenares han sido pasto de las llamas, otros miles tendrán que ser trasladados a otras zonas. Ahora se cuantifican los daños, pero los apicultores ya las tenían todas consigo cuando conocían las primeras noticias del avance del fuego. Los del corazón de la Sierra de la Culebra, los que tienen asentamientos en sus faldas y estribaciones y a los que ni siquiera la masa de agua del Agavanzal pudo poner freno a la imparable y devastadora lengua de fuego. Eso le pasó al joven Tomás Navales Monterrubio, con colmenares en Villar de Farfón, en la zona de «la Rozada», entre Villar y Junquera de Tera. Navales Monterrubio auguraba ya el sábado por la mañana lo que se le venía encima. «¡Ay, Dios mío!» se me había caido el alma antes de ver lo que vi», explicaba este avezado apicultor a Benavente Digital y Televisión Benavente mostrando los destrozos de su colmenar en la que hasta hace pocas horas constituía una privilegiada zona de la naturaleza, pletórica de fauna y de flora.

Junto a los restos de los muros, también calcinados, de un centenario hábitat de abejas levantado «por mi padre y su abuela», el desolado bisnieto sólo atreve a expresar en pocas palabras su rabia y dolor contenido mostrando las estructuras calcinadas de cada colmena, hasta los piqueros, las alambres, «es que todo está quemado», ya no digamos los pequeños animalillos que siembran el suelo lleno de ceniza.

Dos pequeños hilos de miel sobre el solado calcinado sirven de nutriente a las muy escasas abejas supervivientes, no obstante es muy probable que algunas se hayan acercado hasta allí desde otro colmenar. Sin embargo, en la realera, al menos se mueven lentamente muy pocas supervivientes, como señal de un brote de esperanza.

Fotos: M. A. C.

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